martes, abril 22, 2008


HACIA UNA ESFERA PÚBLICA ESTÉTICA
(D12 magazines y la nuda vida)


Con el corazón ebrio de furiosas fantasías, con una lanza ardiente y un caballo de aire errando voy por el desierto.

La Canción de Tomás el Loco



Algunos hombres contemporáneos –el nuestro es uno de ellos– dejan el automóvil en el garaje para lanzarse a recorrer las calles, aspirando tozudamente un cigarrillo en mitad de la gente, distraídos por completo en sus propias elucubraciones. Por entre ellos se erige una ciudad que en esos momentos inunda el aire nocturno con una lluvia fina, permitiéndole sacar del gabán un papel y un lápiz para tomar nota de algo que captura la atención de este hombre, a pesar de que las gotas puedan humedecer el papel; mientras tanto, todo puede ocurrir alrededor, sin que la retina de nuestro paseante permanezca indiferente.

Caminar la ciudad es como ir y venir por entre calles sin nombre, anónimas, desafiantes y poderosamente emotivas; vitrinas aburridas, otras luminosas, estridentes como los juguetes de una Barbie susurrándole al oído a Kent: “Take off your clothes!!”.

Pero los ojos del paseante sólo se detienen ante un ventanal, marcado por una etiqueta en Times New Roman 250, que dice: “CERRADO”. Al fondo, unas pantallas encendidas, lánguidas, como fue la primera luz que brotó en las bombillas experimentales del inventor americano, y allá al final, terminando el cubo blanco, contenidas en unos corchetes se leen dos palabras: “esfera pública”, rojas y desteñidas –por momentos– pero con la nitidez suficiente para permitir al paseante leerlas desde la distancia que traza la acera.

Es ahí en ese breve espacio cuando pequeñas “Constelaciones” emergen para cautivar la desapacible existencia del espectador cualquiera. Todos en algún momento somos espectadores “cualquiera”. Pero la vida sigue, inmodificable, terca, obstinada, inaprensible, tan fugaz como en los juegos de niños cuando se pretende atrapar el agua en las manos.

En los intersticios esquivos de la realidad emerge la esfera en la escena central, cumpliendo citas casi a ciegas con el destino de la alta cultura en mitad de un pueblo llamado Kassel, en el estado de Hessen (Alemania), donde se dan cita los encuentros, las discusiones y las preguntas sobre el más reciente estado del arte, desde una perspectiva eurocentrista y alemana, así en ella se permita cabalgar al pensamiento periférico.

La muestra más reciente de Documenta, la versión doce (D12), realizada del 16 de junio al 23 de septiembre de 2007, bajo la dirección artística de Roger Buergel, ideó un modelo de participación alternativo, sustentado en la invitación formal que se le hizo a casi cien revistas de todo el mundo.

Por Colombia resultaron invitadas dos revistas: Valdez y Esfera Pública. Esta última circula exclusivamente por la Internet mediante una lista de correos que divulga participaciones de los mismos abonados en un portal, generando y promoviendo debates tanto de la cultura colombiana como de eventos en otras latitudes de la geografía internacional, con algún interés relacional con la propia escena artística local.

La dinámica participativa de Esfera Pública nada tiene de compleja. Cuenta con un moderador, Jaime Iregui, un artista que ha tenido como eje de su trabajo, en las diferentes etapas y los diferentes procesos recorridos, el tema del espacio, tanto público como privado, y un medio de candente actualidad, la autopista dígito-electrónica, ávida en la construcción de redes y circuitos simbólicos para la cultura actual y todas las consecuencias que permite establecer en los poros de la estructura artística.

El modelo de participación asegura para cualquiera que muestre un interés determinado en el diseño de formas discursivas, un ágora virtual donde pueden leerlo los casi tres mil afiliados inscritos en la lista de correos. Es, por tanto, un lugar abierto, sin comité editorial que seleccione o ajuste las participaciones. Éstas son dispuestas en la red tal como llegan al buzón de Esfera Pública.

Con el ánimo de implementar un diálogo constructivo sobre los intereses que movieron a Documenta 12, el comité elaboró una tríada de preguntas para que los diferentes magazines invitados desarrollaran propuestas alrededor de estos temas: ¿Es la modernidad nuestra antigüedad? ¿Qué es la nuda vida? ¿Qué hacer?

Para el objeto del presente ensayo me sirvo de la participación de Esfera Pública en D12 magazines, y las posibles relaciones que para el campo de la producción y la crítica de arte ofrece un temario inscrito en las preguntas mencionadas, dando un énfasis exclusivo al tema de la nuda vida, considerando el aspecto de la esfera pública como sujeto social en la historia reciente de la cultura visual en nuestro país, y la manera en que un espacio de este tipo contribuye a la elaboración del discurso público del arte en Colombia.

Para empezar quiero señalar que el término esfera pública es una traducción literal del inglés public sphere, que en castellano se ha preferido traducir también como opinión pública, tomando distancia del original anglosajón y perdiendo de paso cierta referencia en cuanto al espacio público como lugar físico donde se activan los mecanismos de discusión que alimentan el concepto de lo público.

En un ensayo reciente escrito por el mismo Jaime Iregui titulado “Las esferas de lo público”, hace una reseña de lo que ha sido la producción crítica en el campo del arte desde la década de 1960 hasta nuestros días, señalando a los diferentes autores que han cumplido con ese papel de ilustrar para el gran público los diferentes procesos del arte local.

Fue el filósofo alemán Jürgen Habermas quien puso de moda el término esfera pública o espacio público en su famosa tesis doctoral de 1962 titulada “Strukturwandel der Öffentlichkeit. Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft” (traducida al castellano como Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública). Desde entonces bastante tinta ha corrido en libros y artículos que intentan ampliar, cuestionar y revisar ese primer postulado de Habermas sobre un asunto esencial al momento de abordar las relaciones entre la sociedad civil y el Estado en las culturas democráticas modernas, y los pilares que sustentan su entramado ideológico.

Es, por tanto, un tema que provoca demasiadas ramificaciones para el investigador, y que presupone una capacidad enorme para interrelacionarlo con cada uno de los puntos que llega a tocar.

El primero de ellos resulta bastante obvio, y es el relacionado con los mecanismos que la sociedad civil desarrolla para construir, deconstruir y reconstruir la soberanía del Estado, sin que medien procesos violentos que debiliten la estructura misma del Estado. En la mitad de este nodo crítico la esfera pública halla su razón de existir, como mecanismo de mediación entre el soberano y sus gobernados. Las transformaciones de las estructuras de la opinión pública a través de medios de comunicación como la prensa, la televisión, o por la aparición de nuevas potencias mediáticas –la Internet–, alteran la presunción de que existe una sola esfera pública en la sociedad contemporánea –sociedad internamente diferenciada, inscrita en diferentes órdenes subjetivos– que aglutine en un solo lugar las demandas que los asociados creen sentir como válidas.

He ahí la crítica más fuerte que se ha hecho respecto de la tesis habermasiana, al dejar por fuera de su análisis movimientos sociales y políticos de órdenes popular, racial y sexual, cuya experimentación se ha dado por fuera de los espacios de la esfera pública burguesa. Un ejemplo interesante de esta situación, extrapolando el contenido, es el movimiento del 9 de abril de 1948 en Colombia, en el cual una explosión social de inigualable raigambre popular es controlada con relativa rapidez por el poder establecido, entre otras razones, porque carece de un proceso de relación con otras esferas públicas, que en sus inicios hubiesen podido articularla políticamente. La esfera pública burguesa del momento prefiere rodear la institucionalidad dominante y contribuir a la recuperación del “orden” social estableciendo pactos políticos y avalando procesos de violencia estatales.

En sociedades muy estratificadas, algunos públicos menores (microesferas) con discursos contestatarios desarrollan unos mecanismos de fricción permanente con las esferas dominantes.

La naturaleza de la vida pública pasa necesariamente por el tamiz que el poder del Estado erige en derecho, para regular y controlar las diferentes circulaciones objetivas y subjetivas que los afiliados emprenden. Una condición imperativa de esta situación pasa por el monopolio de la fuerza, y la exclusividad del uso de la violencia como mecanismo de control, es decir, la violencia sancionada como poder, … como el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia, de acuerdo con Walter Benjamin. Este autor escribe en 1921 el ensayo “Para una crítica de la violencia”[1] (“Zur Kritik der Gewalt”), texto iluminador que aborda el tema de la violencia desde unas variaciones íntimas, consideradas jurídicamente a la luz del derecho y la justicia, al señalar las implicaciones de la violencia vista desde el ordenamiento del derecho natural y el derecho positivo, llevando la disertación por los terrenos propios de un elemento que lleva implícito un carácter de creación jurídica[2]. ¿Cuales son esas violencias legales, supralegales y metalegales?, se pregunta Benjamin, y encuentra que la violencia humana, la violencia mítica y la violencia divina son estadios en los cuales el soberano –terrenal, legendario u omnipotente– revela su poder supremo, cual es el control de la vida y la muerte.

Más interesante aún que el desarrollo mismo que Benjamin señala para el ensayo, es poder establecer que en este texto acuña el término nuda vida, de la vida como tal (“das Symbol des Blossen Lebens”), tan importante para su posterior introducción como sintagma operativo en el libro de Giorgio Agamben titulado Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, y en la misma Documenta, como elemento fundador de la segunda pregunta.
En la cita de Agamben, tomada del latín y escrita por Festo en su tratado Sobre la significación de las palabras, se lee: “Hombre sagrado es, empero, aquel a quien el pueblo ha juzgado por un delito; no es lícito sacrificarle, pero quien le mate, no será condenado por homicidio”[3]. Y unos párrafos más adelante se interroga: “¿Qué es, pues, esa vida del Homo sacer, en la que convergen la posibilidad de que cualquiera se la arrebate y la ‘insacrificabilidad’, y que se sitúa, así, fuera tanto del derecho humano como del divino?”[4].

Esta paradoja que resulta de la definición clásica del Homo sacer, inspirada en el derecho romano antiguo y que sirve para figurar la idea de la nuda vida, es el núcleo central que inspira el desarrollo posterior de este concepto al ubicarlo en el escenario de la modernidad. Un primer ejemplo es el campo de concentración: aquel lugar que suspende y confina la vida en un tiempo indeterminado. “El nacimiento del campo de concentración en nuestro tiempo aparece, pues, en esta perspectiva, como un acontecimiento que marca de manera decisiva el propio espacio político de la modernidad”[5]. La nuda vida convierte la vida misma en una figura devaluada que ya en nada importa para la sociedad, y que obliga a mirar si el cuerpo institucional –el Estado– es un productor incesante de nuda vida como modelo pertinaz de control social.

Para la vida reciente de la sociedad colombiana es válido retomar la imagen y las palabras de Íngrid Betancourt como representación fiel de nuda vida.

“[…] La vida aquí no es vida, es un desperdicio lúgubre de tiempo… Aquí nada es propio, nada dura, la incertidumbre y la precariedad son la única constante… Aquí vivimos muertos…”. Se hace evidente en este caso la figura del “musulmán”, según se le llamaba en las jergas del campo nazi, “un ser al que la humillación, el horror y el miedo habían privado de toda conciencia y toda personalidad, hasta llevarlo a la más absoluta apatía”[6]. Entonces los lugares que habita o, mejor aún, que son habitados por la nuda vida se multiplican y atrás puede quedar la imagen del hombre atrapado con su camisa a rayas del campo de concentración, y atrás pueden quedar la imagen y las palabras de Íngrid Betancourt, para descubrir que la nuda vida habita y recorre la ciudad, en diferentes parajes, en múltiples situaciones y en infinidad de rostros.

La nuda vida, o el concepto, mejor aún, escapa a la simple observación bajo la perspectiva que ofrecen las situaciones extremas de que es capaz la condición del soberano, y permite observarla como un fenómeno presente en las condiciones de generación y producción de formas del sujeto, elementos clave para relativizar el paisaje agreste que rodea estas posibilidades, y las maneras en que estas formas libres de “empoderamiento” del sujeto autónomo puedan estar perfectamente controladas por el sistema.

En este espacio de acción surge la posible fuerza transformadora del arte –si aún es válido tal artilugio– acompañado por el sesgo que devela las intimidades que acompañan este proceso por medio de la crítica de arte. La suspicacia entonces lleva a considerar la posibilidad que para el arte entrañan las formas de control social, y los modelos de producción propios para el arte, unidos a las actividades que la organización cultural auspicia.

En la mitad de este debate puede aclararse la posibilidad del arte como una actividad que señala permanentemente los vacíos de la sociedad, respecto de prototipos y discursos subjetivos que permanecen reprimidos o aislados por la sociedad misma.

El arte como dispositivo revolucionario de los sentidos, de las maneras de crear alteridad subjetiva trascendente, puede en determinado momento estar inscrito en un libreto previo que las tecnocracias actuales desarrollan dentro de las estrategias de control del poder soberano. Desde esta perspectiva el arte puede llegar a asumir formas reaccionarias, convirtiendo al artista en un sujeto alienado, que mediatiza en unos modelos refinados la insatisfacción, la ausencia, el dolor, la injusticia, mediante su inscripción en la sociedad espectacular. ¿Resultan sospechosas las imágenes que triunfan en los circuitos del arte? Sería interesante considerar la vida de las obras de arte, los objetos, y las producciones sensibles a la luz de su recorrido y el tránsito de existencia que hacen desde su incubación hasta su confinamiento en el museo. El objeto sensible como contenedor de una bios simbólica traza un lugar en el espacio y una historia en el tiempo, marcando cierto tipo de memoria en la cultura, lo que eventualmente permite considerarla poseedora de un núcleo vital.

La respuesta a la crítica de las imágenes, en efecto, de ninguna manera es fácil ni concreta, en la medida en que el análisis de su inscripción en la sociedad y el mismo proceso de gestación en manos del productor no son suficientemente claros, y mucho menos están a la vista del analista.

Las formas de organización social, la manera en que estas mismas formas organizadas alrededor de una sociedad construyen los elementos de sensibilización y creación de sentido, la administración por parte del sujeto sensible de las fisuras en el cuerpo emocional tanto público como privado, posibilitan la comprensión de la pregunta que sospecha como válida la imagen del artista en su empeño por construir la alteridad, es decir, la capacidad de ver lo que ocurre más allá de la vida misma establecida, aquélla que por momentos se tiñe de un color espeso, sin oxígeno, en una especie de nuda vida institucionalizada, que se instala en los trancones automovilísticos de la gran ciudad, en la condición emergente, en tránsito, de las sociedades del Tercer Mundo, en el infierno de las deudas públicas y privadas impagables, en los riesgosos sistemas de seguridad social públicos, en las interminables filas que la sociedad endosa al ciudadano cada vez que requiere un certificado que lo inscriba en la libertad de no ser señalado como delincuente, etc. Zonas de “permanencia temporal” que saben atrapar la mente y el cuerpo del señalado, en una agonía que la sociedad del espectáculo repite a diario en la radio, en la prensa, en la televisión, en los grandes anuncios publicitarios en mitad del paisaje rural, donde aunque se pueda poseer todo, siempre se estará comprando una felicidad mediocre, superficial.

Gilles Deleuze, en “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, dice:
Foucault situó las sociedades disciplinarias en los siglos XVIII y XIX; estas sociedades alcanzan su apogeo a principios del siglo XX. Operan mediante la organización de grandes centros de encierro. El individuo pasa sucesivamente de un círculo cerrado a otro, cada uno con sus leyes: primero la familia, después la escuela (“ya no estás en tu casa”), después el cuartel (“ya no estás en la escuela”), a continuación la fábrica, cada cierto tiempo el hospital y a veces la cárcel, el centro de encierro por excelencia[7].

En estos lugares de la indiferencia y el horror aplicados brevemente por el sistema, el arte se hace válido y encuentra su forma de ser casi natural; pero en el proceso de reinventar estas relaciones entre el sujeto sensible y la sociedad que lo acoge, es cuando se presenta una domesticación institucional de la queja, cuando el arte hace tránsito hacia una sublimación regresiva, que ahoga el grito originario en mercancía trasladada a ese centro de encierro que es para la vida de la obra el museo. Ya no es entonces la cultura de la vida la que media en este proceso, sino la cultura de la muerte, mediante un proceso de refinamiento extremo, al anestesiar, neutralizar, eliminar y silenciar cualquier contenido subversivo en el paquete que deposita el artista en el buzón de quejas.

Una manera de entender esta crisis que atrapa y domina con facilidad relativa el carácter perturbador del discurso artístico por parte de la industria del poder, puede ubicarse en la ausencia de una esfera pública estética.

En el desarrollo de las sociedades modernas, el papel jugado por la esfera pública burguesa fue importante en la medida en que aseguró la defensa de los intereses propios, como el capitalismo industrial, tan necesarios para que esta sociedad tomara cuerpo. De ninguna manera puede pasarse por alto que algunos movimientos artísticos europeos, como el impresionismo, están ligados a toda esa efervescencia que produjo la segunda ola de la revolución industrial, y el empecinamiento por el desarrollo tecnológico como elemento que aseguraba el triunfo del ser humano sobre la naturaleza. Un triunfo que hacía prever una elevación de la vida sobre las condiciones adversas de la condición humana en el plano material.

Este aspecto de la nuda vida, observado desde una perspectiva del arte, permite comprender una insatisfacción permanente que genera la vida de las obras y el discurso del arte en las sociedades para las cuales nace. Su silenciamiento pertinaz y su constitución en modelos de inconformismo neutralizados con precisión por el sistema que los acoge y los estimula en su producción. La obra vive un esplendor en la misma medida en que elimina su verdadero contenido, y ese precio que paga la hace merecedora de su institucionalización. También parece existir una especie de nuda vida en la bios que alienta la producción simbólica del arte.

En la mitad de esta refinada maquinaria de tiranía cultural aplicada al mundo del arte, surge la validez de una esfera pública estética, entendiendo la estética como un dispositivo filosófico que estructura su pensamiento por medio de los contenidos y los modelos del arte contemporáneo (mas no de las imágenes del arte contemporáneo), su particular manera para dar respuesta desde una subjetividad multidisciplinar de la condición del ser humano desde un orden simbólico, y una verdad endeble, mediática, que juega con los modelos simples con los cuales la sociedad civil misma debate su propia existencia: justicia, guerra, gobierno, guerrilla, paramilitarismo y narcotráfico, para citar apenas un conjunto básico de escenarios que mantienen en alerta y en choque permanentes todo el cuerpo social inscrito en una geografía que lleva por nombre Colombia.

La existencia de diferentes núcleos vivos en la sociedad, conformando lo que se llama sociedad pluralista, desafía la presunción de unanimismo en diferentes asuntos que afectan la relación entre los socios que conforman el conjunto espectral de la sociedad. La mediación que cumplen las diferentes escalas sociales ajustan y definen aún más estas relaciones, ampliando a la diversidad cultural de los agentes que intervienen, el aspecto del poder económico que estos mismos agentes defienden y deconstruyen. La esfera pública, por tanto, deviene en el artefacto que regula las relaciones entre el poder civil y el poder soberano, mediado como un elemento de poder fáctico en algunos casos, cuando responde de manera efectiva a determinados grupos de presión. Estos grupos podrían nominarse como representantes de esferas públicas dominantes, como pueden ser los medios de comunicación masivos, el corporativismo económico, viejos poderes fácticos, como la Iglesia, que adelgazan la participación de otras esferas en el coro mediador entre la opinión pública y el soberano.

Una esfera pública estética en este orden puede ser la que funciona en el escenario del arte colombiano, anclada en un territorio mínimo de articulación con la sociedad, cual es la crítica de arte y la referencia a los actores y a las exposiciones de arte en el circuito bogotano especialmente. Son evidentes estas relaciones críticas cuando se observan los debates que cuestionan las relaciones de las políticas culturales del Estado o las instituciones, en el mundo del arte, y su impacto entre la comunidad artística.

Ejemplos evidentes de ello son las relaciones entre las instituciones privadas encargadas de impartir educación en el campo del arte y los estudiantes. Otro caso es el de la neutralización por parte de agentes del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia de una obra de un artista en un evento internacional, por hacer referencia visual a uno de los actores armados enemigo del Estado.

Debe recordarse que cualquier esfera pública siempre se afecta por intereses políticos, en la medida en que sufre procesos de apropiación por parte de agentes que vienen desde la escena estatal o privada, respondiendo a la defensa de intereses específicos, que en ningún momento se pliegan a políticas de interés público general. Una esfera pública ideal debe estar despojada de todos aquellos aspectos históricos que han discriminado contra los individuos o grupos en una sociedad dada[8].

En este sentido una esfera pública estética se circunscribe como un medio que canaliza los intereses de un grupo determinado de la sociedad, penetrado por intereses del arte y la crítica de arte, pero, de igual modo, su validez de ninguna manera puede limitarse a un aspecto residual, de carácter aislado, donde el objetivo sea la defensa exclusiva de sus propios intereses, sino una relación mucho más abierta con la sociedad y la suma de políticas que afectan el conjunto de ese mismo territorio social, como conciencia que se niega a someterse desde el primer momento a la fetichización de la esfera del espíritu[9].

¿Insinúa una esfera pública estética acaso una relación de orden estético aplicado a la política, y la relación que los grupos sociales implicados en actividades artísticas establecen con el resto del conjunto de la sociedad?

Quizá sea ésta la pregunta más incómoda y más compleja en las relaciones del arte con la vida, porque señala los límites y las oportunidades de hacer política desde el arte mismo. Pero todos, en algún momento, artistas y críticos, tropiezan con este abismo que a todas luces resulta oscuro y peligroso.

En una entrevista realizada por Esfera Pública, como contribución para Documenta 12 magazines, José Ignacio Roca afirma:

Uno no puede hacer una distinción entre arte político y no-político, pues toda forma de práctica artística contribuye a la reproducción del sentido común dado –y en ese sentido es política– o contribuye a la deconstrucción o crítica de ello. Toda forma de arte tiene una dimensión política[10].

La respuesta otorga un carácter genérico impregnado de relativismo colectivo al arte político, que poco o nada contribuye a despejar las nubes de un acertijo que bordea las implicaciones de observar la realidad desde una mirada participativa, que procura trascender el mensaje implícito en la obra, acercando los intereses al terreno del activismo, sin olvidar la dialéctica de la acción y la contemplación. No basta con transformar el mundo si antes no lo hemos interpretado.

Cuando el sonido de los cañones y las balas retumban en el oído del artista, ¿busca éste un refugio seguro para pintar un cuadro?

Ésta es la pregunta que me parece clave para entender las relaciones de la comunidad artística en las geografías violentas, más aún cuando las formas de la nuda vida emergen por doquier para fijar en la mente del desposeído –quien como simple ciudadano observa el horror– la experiencia de la inutilidad de cualquier acción que pueda emprender, porque para sus cálculos todo trasciende más allá de cualquier movimiento que su propia voluntad pueda ejecutar, en procura de cambiar en algo la naturaleza trágica del destino que lo silencia.

La objeción evidente respecto de cualquier tesis que invoque las relaciones entre una esfera pública estética y la política, resulta de contemplar como una salida peligrosa la objetivación del arte y sus mercancías en el espacio real.

En la medida en que esta objetivación se cumple, el arte pierde el aura de misterio en el cual disfruta emplazar la estrategia ética que lo mueve. ¿Y cuál es ese misterio ético en que envuelve sus túnicas?, pregunta el analista. La respuesta recorre los pliegues entre la emoción de los sentidos y la apertura de la razón al discurso crítico del concepto de la obra. La racionalización excesiva que procura el concepto abre las puertas a una realidad que deja de ser aprehensible mediante los sentidos; sin embargo, estos últimos completan la mirada cuando transfieren al núcleo sensible las observaciones de la lógica del discurso.
La entrada y salida de información, mediante canales que se bifurcan desde y hacia la cultura, desde y hacia la mente del espectador, para reconocer los datos que el productor deposita en el objeto sensible, obligan a desviar el cuerpo hacia un lugar que en ningún momento está más allá, sino acá mismo, en la mitad del corazón de la ciudad, en pleno epicentro que palpita con el conjunto de mandatos que define el poder soberano, sin que la voz del productor intervenga en su confección, reduciendo su participación al circuito que galerías, museos y espacios públicos –fríamente establecidos– le permiten para que medie entre él y el soberano, configurando lo que podríamos llamar una esfera pública estética controlada, sinestésica, en la medida en que estética y control confluyen como en el abrazo de Thanatos a Eros.

Objetivizar la producción es convertir la mercancía sensible en acción, desobjetivizarla es neutralizarla en el circuito cultural del arte. La solución de este tipo de paradojas es tarea del productor de pensamiento, y el lugar adecuado es la esfera pública roja, aquélla que entre corchetes desafía la institucionalidad, aspirando, sin saberlo, a construir una esfera pública estética que rete a la nuda vida en que habitan los objetos sensibles.

Resulta curioso que la Esfera Pública, dirigida por Jaime Iregui, sea un espacio virtual, y lo digo porque me parece que es en ese mismo lugar del tímido pensamiento que empieza a florecer, donde es posible desafiar los controles que el espacio físico detenta. El lugar de encuentro desterritorializado implica un desafío y un enorme potencial de provocación para quien se deja seducir por este tipo de geografías. Las presunciones de inercia se tornan débiles, a medida que el auditorio crece de manera simbólica para el agente que escribe, y por ello las zonas indiferenciadas languidecen.

Esta nueva prótesis de la memoria artificial cual es la Internet y sobre la cual fluye el discurso de esta Esfera Pública, señala nuevos e inesperados rumbos a los modelos de control social. Las inmensas redes culturales que como una especie de exocerebro cubren el corpus de la conciencia social, encuentran en la salida cibernética un apalancamiento renovado de esas otras formas de expresión que constituyen la búsqueda incesante del productor para indicar las marcas difusas del ejercicio existencial del ser humano.

Sin embargo, voces autorizadas ya han señalado esta misma desterritorialización como parte de un programa que Toni Negri y Felix Guattari denominan “capitalismo mundial integrado”. Esta expansión de las geografías dispersas operaría como modelos de integración del mismo control social. Una alerta demasiado temprana y algo negativa, que encuentra en la suspicacia un método que pone en tela de juicio cualquier propuesta de ruptura.

Las consecuencias inmediatas de la sociedad de la información son aún demasiado incipientes para obtener amplias muestras confiables del impacto que están causando en la cultura del siglo XXI. Cualquier hipótesis es válida si se acepta que estamos ante un fenómeno demasiado nuevo, como para alcanzar a tener una distancia relativa que permita observarla con la dosis mínima de responsabilidad social, desde un punto de vista histórico.

Al igual que en este breve diagnóstico integrado, soy capaz de reconocer que veo en las nuevas tecnologías la asunción de un ciudadano que al menos tiene mayor control de su propio destino, en la medida en que puede ser constructor independiente de discursos que se insertan en la corriente de opiniones de una esfera determinada, como es la Esfera Pública conocida por todos en Colombia.

Este primer paso está dado en el proyecto que ha dirigido Jaime Iregui hasta el momento, debido a que su inserción ha sido efectiva en el núcleo social del arte, los artistas, los críticos, gestores privados y públicos, etcétera.

Una esfera pública estética es una esfera pública crítica, que trasciende los valores de su propio entorno, para validarlos en conjunción con otros valores de choque en las múltiples capas que conforman el conjunto social indiferenciado.

Adelgazar o robustecer la esfera misma será una tarea casi natural respecto de un grupo humano que ha empezado –por fuera de los circuitos tradicionales de circulación del pensamiento– por ejercer una soberanía elocuente: pensarse a sí misma.



Gina Panzarowsky
La Candelaria, Distrito Capital, marzo de 2008



[1] BENJAMIN, Walter. “Para una crítica de la violencia”. Edición electrónica de www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.
[2] Ibíd., p. 6.
[3] AGAMBEN, Giorgio Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos, 1998, pp. 94-95.
[4] Ibíd., p. 96.
[5] Ibíd., p. 222.
[6] Ibíd., p. 234.
[7] DELEUZE, Gilles. “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. En: Conversaciones. Valencia: Pre-Textos, 1996, p. 277.
[8] CALHOUN, Craig. Habermas and the public sphere. MIT Press, 1992, p. 104.
[9] ADORNO, Theodor. Crítica cultural y sociedad. Sarpe, 1984, p. 242.
[10] “Dentro y fuera del cubo blanco”. Tomado de la Internet de la página http://esferapublica.org/portal/index.php?option=com_content&task=view&id=89&Itemid=2.